viernes, 4 de agosto de 2017

La pluma atómica

La pluma atómica



Cuando mi maestro de quinto año de primaria habló de la todavía nueva pluma, llamada atómica, pensé inmediatamente en la bomba. La pluma había aparecido en 1945, pero en aquellos días todavía era una novedad. Todo era atómico, estaba de moda. Lo posterior a la segunda guerra mundial aún tenía mucha presencia. Sin embargo, me preguntaba porqué una pluma tan bonita se llamaba así. Le apretaba el botoncito para subir y bajar el repuesto, la armaba y desarmaba mientras observaba largo rato el resorte, el mecanismo de rotación, la transparencia del plástico y el hermoso color de la tinta. ¿Por qué atómica? ¿Sería por lo que había visto en la televisión? Recordé y dibujé un hongo azul en mi cuaderno, me transporté a Japón, y -aún siendo niño-, alcancé a vislumbrar el dolor y el terror de ese pueblo. Tendría 9 ó 10  años, era 1965,  las 5.30 de la tarde, el salón de clase estaba muy oscuro y una fuerte lluvia se aproximaba, pero aún podía ver mi pluma y las de mis compañeros, eran la sensación, baratas, accesibles, absolutamente novedosas.  Seguí escribiendo el dictado del maestro, y al mismo tiempo, dibujaba caras y figuras al calce. Qué bonita pluma, y qué oscuro y gris estaba el cielo. La voz del profesor era sólo como un eco lejano al que yo obedecía mecánicamente guiado por los renglones. En mi mente rebotaba una y otra vez esa imagen que, en la también novedosa televisión en blanco y negro, habían transmitido: la explosión de las bombas atómicas en Japón. Todo desde muy lejos, sólo se veían dos hongos gigantescos, pantagruélicos, levantándose en la atmósfera. No había rostros, no había caras, no había muerte, no había dolor. Ningún cuerpo desgarrado, mutilado, quemado, convulsionado. Ningún grito desconsolado, de ira, de terror aparecía en las noticias. Sólo se contemplaba la nube impresionante de los hongos atómicos que masacraban gente, pero muy desconectados de nuestros sentidos y sensaciones, de nuestra circunstancia, de nuestro lugar.

 Ya con más edad me enteré, por si fuera poco, de la lluvia negra que les cayó encima, lágrimas negras caídas desde el cielo, terminando de torturar a todos los seres supervivientes, pero este tema no formaba parte de los contenidos a enseñar a los alumnos. ¿Sería que los niños aún estaban muy chicos  para  entenderlo?
…Ay, aquella pluma atómica haciendo click, click, entre mi manos, entre mis dedos. Caía la tarde y el cielo en mi ciudad estaba cada vez más negro, unos relámpagos iluminaban momentáneamente, de tanto en tanto, todo el salón. Los truenos se escuchaban como si vinieran desde muy lejos, muy lejos …desde el lejano Oriente.
Muy lejos, pero eran seres humanos iguales a nosotros. La gente común,  los ciudadanos de a pie, los que no tienen ningún valor para los trúhanes, sólo son un número más, una cifra. No importó el inmenso dolor provocado por los bombazos. Era necesario, dijeron. Los criminales de guerra siempre encontrarán una razón, una justificación, para sus atrocidades. Pero la gente de carne y hueso, con sentimientos e ilusiones, qué puede importar al imperio, al capital o a los señores de la guerra. Esos seres anónimos no tienen rostro, y nunca nadie verá su carne desgarrada, sus huesos quebrados ni sus lágrimas en vivo. Toda esa fantasía apocalíptica fue representada tan sólo como un simulacro espectacular, que reprodujeron acríticamente las fotografías de la prensa y la televisión.

Pero todo lo que la gente de Hiroshima y Nagasaki vivió no fue fantasía, pesadilla ni simulacro, fue tristemente real y concreto. Todo el dolor, todo el llanto, el miedo, la tristeza, el terror, las tortura, las enfermedades, las consecuencias psicológicas y hereditarias que tuvieron que sufrir más de doscientos mil seres humanos, niños, mujeres, hombres y ancianos fueron reales. Y hoy, a 72 años de aquel trágico y malvado suceso ¿crees que se puede rememorar un hecho brutal y criminal sin llorar lágrimas negras? ¿Nada más así, como si nada, sin jamás haber ofrecido una disculpa a nivel de Estado o a nivel de pueblo?

Yo sí les ofrezco una disculpa a todos los que sufrieron ese horror a nombre de quien tenga que ser. Y me disculpo simplemente porque no tolero la barbarie, no la quiero para nadie, ni aún para los súbditos de un imperio sátrapa que formó parte de las potencias del eje nazi-fascista, ni siquiera para ellos.
Tampoco podemos tolerar que a nadie le importe lo que a otros les pasa. Por eso ofrezco una disculpa, a los sin voz, a los que nunca fueron escuchados en su inenarrable dolor y angustia.
Si nadie se disculpa, si ya a nadie le importa ni le duele ¿qué presente y futuro les depara a las niñas y niños de las nuevas generaciones de todo el planeta?  Qué triste paradoja que para que haya una relativa paz mundial, ésta tiene que fundarse en el terror de la amenaza nuclear. Desde aquel mes de agosto de 1945, dicha amenaza  pende sobre nosotros, como una espada de Damocles. Aunque muchos la ignoren, o no les importe o les de miedo, la amenaza está ahí, vigente, latente como un monstruo enmascarado. Sujeta a los juegos de guerra, a los intereses económicos, a los equilibrios geopolíticos y a la cordura o locura de los políticos. Una cosa sí tengo muy clara:  nunca y por ninguna razón debe volver a suceder lo que pasó en Hiroshima y Nagasaki.








3 agosto 2017
Alfonso Franco Tiscareño

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