domingo, 17 de septiembre de 2017

La Coquis y los Niños Héroes de Chapultepec

Georgina, la bella y hermosa Georgina, estaba  preparándose para ir a su escuela primaria. Sus calcetas blancas, su uniforme bien planchado, el cabello escrupulosamente peinado. Era delgada, muy delgada, rubia, pero de ese rubio amorenado por el sol de barrio. Sus dientes parejos, su sonrisa perfecta. Era la más aplicada de su salón. Entre tantos ñeros, mugrosos y apestosos, parecía como un ángel. ¿O lo sería de verdad ? Caminaba despacio, despacio, y a veces, por la forma de la luz al caer la tarde, parecía que trajera un aro luminoso. Era la alumna consentida de la maestra  Blanquita, motivo de orgullo,  gallo de pelea en las batallas escolares. Los dos años que había sido su alumna, e iban para tres, se había esmerado en su formación más que en la de cualquier otro. En las ceremonias casi siempre era  La Coquis la que estaba al frente, lista para leer la vida de algún héroe de la patria o para declamar un poema. Ese era su fuerte: declamar.
No dejaba de ser notable  que en una escuela del gobierno, además enclavada en una colonia popular, se impulsara entre los niños el arte de la declamación, y a los que les gustaba, los maestros los tomaban  bajo su tutela, y dedicaban espacios exclusivos para enseñarles a hablar en público, manejar el cuerpo, ademanes, expresiones y  giros de la voz. Además les daban a leer  a los poetas clásicos de la declamatoria popular tomados de esos textos de a tres pesos que traían las cien mejores poesías, o de las  del libro de  El galano arte de leer. Quizá antes, la Secretaría de Educación Pública  se  preocupaba un poco más por sus alumnos,  o quizá era iniciativa de los maestros, quién sabe, el caso es que esto pasaba en  esa benemérita primaria.
La linda Coquis venía a ser la encarnación de la poesía, ella misma era una musa para muchos de los chamacos. Siempre guapa, siempre limpia, siempre inalcanzable. Ahora venía otro concurso y la niña fue llevada al salón especial, al auditorio en donde les enseñaban cómo declamar. Estaba feliz, saldría de la rutina diaria de las clases. Claro que también había sus dificultades, como tener que aprenderse de memoria larguísimos poemas llenos de palabras desconocidas. Al principio, el reto parecía enorme, pero conforme iba repasando, repitiendo, marcando con su propio cuerpo el significado de las palabras, las cosas se iban aclarando. Poco a poco ingresaba al mundo de la literatura, a su cosmogonía. Era otra atmósfera,  se le hacía como  en ese cuento de Supermán, en donde el héroe se metía en una botella  donde habitaba gente que vivía dentro de un garrafón. La ciudad era Kandor, y había sido miniaturizada por el villano Brainiac. La Coquis, también tenía su propio mini mundo, el de las letras y la declamación.
Georgina comenzó a descubrir lo que esto era, la magia del lenguaje hacía su efecto. Las palabras le brotaban por doquier, haciendo juegos inesperados. Ella era un manantial del que manaban letras las cuales ignoraba que habitaban en su cabeza. Asociaciones inesperadas,  que ocupaban el primer lugar en su hit parade, experiencias grafológicas vividas al escribir los trazos sobre su cuaderno forrado con estampas de Walt Disney. Hacía caligrafía  gozando de las formas.
El periódico de un profesor estaba sobre el escritorio, en la de ocho columnas se leía una crítica respecto a una huelga de médicos en el país, la condenaban. Y la Coquis tenía sobre sus piernas el libro con la poesía de Amado Nervo: “Los niños héroes de Chapultepec”, poema que rememoraba la masacre contra los cadetes del Colegio militar, el 13 de septiembre de 1847, en la guerra contra el expansionismo del naciente imperio yanki. Era finales de agosto, principios de septiembre, y el concurso de  zona estaba cerca. Los primeros versos dejaron volando a Coquis, qué lenguaje, qué imágenes, le parecía ver todo como en una película, la sangre se le inflamaba al imaginarse la gesta de esos chavos apenas un poco más grandes   que  ella. Y aunque unos días antes, en una fiesta familiar, escuchó a uno de sus tíos ya tomado, decir que lo de los llamados niños héroes era puro cuento  pa’ calmar el dolor de la derrota inmensa, de todas maneras, Coquis sí creía en la historia de esos niños, y con Amado Nervo recorría el campo fértil de la imaginación y como renuevo cuyos aliños un viento helado marchita en flor, su cuerpo se llenaba de frío y veía caer a los niños bajo las balas del invasor. Su tío estaba mal, equivocado. Cómo iba a ser mentira aquello, ¿acaso no nos habían robado la mitad de nuestro territorio? ¿Acaso no quedaron regados por todos lados los cadáveres de los cadetes?  Su tío no sabía nada, y sobre todo: no había leído a Nervo y no había sentido ese dolor plasmado en su poema, no había sudado frío al sentir las balas cruzando por enfrente, y lo peor: no había sentido el ardor y la entereza ante la muerte de estos muchachos defendiendo un ideal. Ni ella misma lo entendía muy bien, simplemente lo sentía.
Llegó el día de la competencia interna. Coquis estaba ahí con sus piernas huesudas, su suéter nuevo y su cara muy limpia. La maestra Blanca había preparado todos los detalles de su presentación. Pero la competencia iba a ser dura. Coquis tenía un rival en la declamación y estaban al parejo,  se repartían los triunfos escolares, la admiración y las envidias en la escuela. Había silencio y expectación en el salón auditorio. Los niños recordaban otros concursos realizados ahí.  La Coquis en acción declamando “La chacha Micaila”, o la terrible tragedia narrada en “Porqué me quité del vicio”.  Para algunos, este último era un poema tosco, pero la forma en que  lo  declamaba lo hacía  a uno llorar e imaginarse esa tremenda tragedia en la que debido a la embriaguez del padre, el hijo, un niño, terminaba también embriagándose para así poder ver a su madre muerta, y ser un poco feliz como su padre parecía serlo, y también reír y carcajearse solo. Verdaderamente desgarrador.
La Coquis, su influjo, su ritmo, su forma de decir las cosas, su dramatización, sus lágrimas, su angustia, todo era transmitido por ese hilo eléctrico y nervioso de la voz, diríase: apasionado, y su declamación navegando en el aire, llegando a las orejas de los chavos, luego a sus oídos, su cerebro,  su percepción. Imágenes cercanas a sus vidas. El barrio estaba lleno de borrachos y en cierta esquina había hasta dos cantinas y una pulquería esperando clientes. La tentación sórdida de la embriaguez latente en cada niño asomaba haciendo ojitos. Eso, sumado a los cigarros que se fumaban a escondidas en la escuela o en la calle, bajaban al terreno de lo  concreto la magia turbadora de las palabras de Georgina, su poder hipnótico.
En el ambiente había silencio, la voz, sólidamente calibrada, salía de las bocas de los declamadores. Cada actuación condensaba un sinnúmero de esfuerzos que nadie imaginaba. Había desde los chavos que en sus casas se burlaban  y les decían que eso de la poesía era cosa de afeminados, hasta los que eran impulsados por algún extraño presentimiento, o por los consejos de sus padres, que  les hacían ver que aquello era  bueno para  su desarrollo intelectual. Georgina por su parte se volvía orgullosa y segura hacia su libro, casi acariciado por sus manos, que le daba una sensación de seguridad muy grande, era como si el texto estuviera vivo, como si le latiera el corazón, como si de él emergiera una fuerza vibratoria capaz de influir  su entorno. El mundo afuera parecía desordenado, en cambio, ese universo que apenas conocía  gracias a la declamación, le parecía armónico, bien conjuntado, poderoso, bello, inspirador, con sus propias reglas.
Su turno había llegado, las palabras brotaron de sus labios como de un manantial, cristalinas, límpidas, haciendo retumbar  el aire, dejando un sabor de nostalgia y tristeza, pesadumbre y coraje. “ Así cayeron los héroes niños ante las balas del invasor”. Ahora, la Coquis se levantaba ahí, enfrente de todos, con  su magia de niña-mujer, contagiando  la pasión y anhelo por las letras, y moviendo a la reflexión respecto a aquellos jovencitos que dieron su vida por la patria.

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