Yo lo que he visto -dijo don Samuel-, es que el que la hace la paga. A través de mi vida he atestiguado que el que se pasa de listo paga de una u otra forma. Aquí en la Tierra está el infierno y el cielo, y aunque a veces parezca que algunos hijos de su pelona, gente malvada, pueden hacer lo que quieran y nadie les hace nada, al tiempo, aunque parezca muy lejos, pagan el pato que se hayan tragado.
Doña Mary lo escuchaba con cierta decepción, no es que le aburriera, sino que no le creía mucho, porque lo que ella vivía en su vida concreta era que su cuñada nomás se la pasaba jodiendo, y nadie parecía poder ponerle freno.
Todo empezó desde que falleció el esposo de doña Mary, don Luis. Ellos tenían una tienda de abarrotes en un local ubicado en un terreno que había quedado intestado y que ahora los hermanos de don Luis se peleaban por su propiedad y por los límites. No era un terreno muy grande, apenas 500 metros que habían sido divididos de manera muy extraña.
Don Samuel hizo una observación corrosiva: Tanto pleito por un terreno ubicado en un lugar polvoso y semidesértico, ni que estuviera tan chulo.
Tenía razón el don, pero la casa es la casa, dónde estaríamos todos arrimados, en algún cuartucho y pagando mes tras mes rentas que caen mas rápido que la cuchilla de una guillotina. Y luego, pal mugrero de casas que construyen, sin una idea clara, no se les ocurre nada más que encimar cuartos en construcciones tipo chorizo, alargadas y pa’rriba. Y aluego, cómo suben las personas y los muebles, pues quién sabe, a ver cómo le hacen. Esas casas son un espejo de sus mentes en muchos sentidos, sin idea, sin plan, a como salga, sin visión a futuro, sin una idea de funcionalidad y comodidad.
Con la enfermedad de don Luis y su posterior muerte, la tienda de abarrotes fue valiendo gorro hasta que desapareció. Al final ya no tenían nada, ya no surtían más que chucherías, veneno para los niños. Un pequeño refrigerador que habían adquirido con muchos trabajos, al final, siempre estaba prácticamente vacío. Qué triste se veía aquello.
-Pero ahí están de perros-, decía don Samuel- y la cuñada es un auténtico chacal.
Su sobrenombre era “Chivis”, apelativo cariñoso que hacía un auténtico contraste con su personalidad despiadada, agresiva. Por cualquier cosita se le echaba encima a cualquiera, por supuesto a doña Mary. Y de inmediato le comenzaba a tirar de habladas, que si ella ya no tenía por qué vivir en el terreno, que si Luis ya había muerto y ellos ya no tenían nada que hacer ahí, que ya no era su casa.
Esa era una cuestión un tanto rara. Chivis tampoco era dueña de la propiedad, ni siquiera de su espacio. Ella estaba casada con el hermano de Luis, Chencho, quien en todo caso era el dueño de su parte. Chencho y Chivis se ponían salvajes escupiendo habladas, groserías, amenazas sobre doña Mary y su familia. Que sí Mary ya casi cincuentona quería andar de piruja, que ya le andaba, que era una tal por cual, que nunca quiso a Luis, que no lo atendió bien durante su enfermedad, que todo lo hacía de mala gana, y así, un rosario de acusaciones.
El resto de la familia, y hasta los vecinos, habían atestiguado que Mary se había dedicado. Ahí estaba para arriba y para abajo llevado a Luis al doctor, a hospitales, a curanderos, a brujos, a lo que fuera, con tal de buscar la recuperación de su esposo. ¿De qué estaba enfermo?… nadie lo sabía exactamente, sólo como que comenzó a secarse, se le hizo cuerpo y cara de pájaro seco. Había sido tomador, pero no podía considerársele un alcohólico, tenía un genio de los diablos y gritaba y despotricaba, pero nunca agredía físicamente a su familia.
Mary quedaba muy agotada, sobre todo emocionalmente, de tanto trajín, pero eso no quería decir que no quisiera ayudar a su marido, que no quisiera que se curara. Todo lo contrario, cómo no iba querer que el amor de su vida, su compañero de juegos desde chavitos, su único amor, se aliviara. Se habían querido y gozado a su manera desde muy chamacos, sin grandes pretensiones más que la de estar juntos. Cuando se arrejuntaron, los suegros les dieron un cacho de terreno para que hicieran su casita. Incluso les ayudaron con mano de obra y materiales para construir su chorizo de casa. Fea, pero con mucha ilusión. Luego vinieron los hijos y hasta los nietos, y todos vivían ahí, juntos como muéganos. Todos saltando de un trabajo a otro. Vendedores, cobradores, choferes, talacheros, tapiceros, a donde hubiera trabajo le entraban. No es que fueran muy chambeadores, pero había que sacar para los refrescos, las papitas y los chicharrones.
Ahora Mary parecía padecer el mismo mal que se llevó a su esposo. Flaca, flaca, como si se la estuvieran chupando. Algunas amigas le habían dicho que se trataba de una brujería, que le estaban haciendo un mal. Las sospechas aumentaban cuando encontraban huevos aventados contra su puerta, tierra como lodo en las ventanas que daban a la calle, y hasta una gallina muerta y desplumada hallaron un día. Y todos se espantan, se daban valor, pero a la vez les daba miedo. Y claro, la primera sospechosa era la Chivis, que pasaba frente a la casa siempre echando pestes y pelando chicos ojotes, que hasta se le botaban como canicas. Era pura lengua viperina y odio.
Esa Chivis, quién sabe por qué le tenía tanto coraje a la familia de Mary. Quizá porque ya era un espantajo de mujer, con los pelos pintados de güero, tan prieta ella, y ese aliento como de caño fresco. Siempre embarazada, ya iba para el octavo hijo. Se casó con Chencho y también les tocó su pedazo de terreno y también levantaron un chorizo sin ventanas y en donde para ir a un cuarto tenían que pasar por todos los demás. Toda esa gente amontonada en tres cuartitos. Chencho era chalán de un maestro albañil, era un tipo rudo, duro, simplón, con delirios de grandeza, que en las briagas de los albañiles siempre se las daba de jefe, de líder, de el más sácale punta.
¿Qué van a hacer Mary, sus hijos y sus nietos? ¿A dónde se van a ir, quién los va aceptar, con qué pagarían una casa, cómo sacarían para la renta, cómo iban a perder su propiedad, por qué razón? Los insomnios le pegaban duro a doña Mary. Sus hijos le decían: no les hagas caso, no los peles. Pero ella no podía dejar de preocuparse. ¿No habría alguna forma de que aquello terminara, de que esa mujer, la Chivis, cambiara su actitud, por qué Dios no escuchaba sus súplicas?
En sus noches de insomnio, Mary soñaba que andaba con un tipo, no era don Luis, quién sabe quién era, su rostro no le era conocido. Andaban en el campo, en la ciudad, camine y camine, sin rumbo ni dirección. El tipo no la tocaba ni le hablaba ni la acariciaba, sólo andaba con ella, siempre por delante, ella siguiéndolo. Cuando mucho la arrastraba de la mano. Mary no se explicaba por qué tenía esos sueños, y no se los contaba absolutamente a nadie, y menos como estaba la situación. No fuera a ser que lo agarraran de pretexto para todas sus inquinas. En sus sueños ella se miraba bien, su cuerpo no estaba ni flaco ni seco, tenía buenas formas de mujer, las que tuvo cuando joven, pero esos sólo eran sueños, quimeras. Cuando el despertador sonaba al amanecer, la triste realidad la invadía otra vez. ¿Por qué no podía ver con claridad, existiría alguna salida?