jueves, 23 de agosto de 2018

Victoria, criatura océanica

Victoria, criatura del océano

Ella quería bailar, pero sus padres se oponían. Decían que eso qué, de qué iba a vivir, se iba a morir de hambre. Bailar clásico era para ricos, para gente acomodada, hasta cierto punto ociosa, no para gente como ellos, jodida, amolada, pobres, pues. Además, le argumentaban que ya estaba muy ruca para el baile,  eso se comenzaba desde chamaquita no a su edad. Y sí, quizá el tiempo ideal ya había pasado, pero ella llevaba como seis o siete años pidiéndoles la metieran a danza clásica. Al principio la llevaron, tendría ella unos 9 años. A una casa de la cultura vino una vieja ex bailarina a dar un taller, sólo estuvo unos tres meses y desapareció sin siquiera avisar. En la delegación dijeron que no había presupuesto, y como no le pagaban, la señora se fue. Después de eso, nada, ya nunca volvieron a llevar a la niña a tomar clases a ningún lado.

Según contaba ella, esos tres meses  en la danza clásica fueron los más felices de su vida. La maestra ex bailarina, amaba su arte, nunca llegó a destacar en ningún ballet, pero sabía del tema, había pisado los escenarios, y algo tenía para compartir. Pero aquellas vivencias terminaron, y Victoria lloraba mucho por ello.
 Estaba perdiendo el ánimo. Ya no quería estudiar, la escuela le importaba un bledo. No entraba, se iba de pinta, y como tenía unas amigas a las que casi no les gustaba el desmán, pues fácilmente agarraban el cotorreo. A sus 16 años, muy joven para morir, pero muy vieja para la danza, ya tenía su carrera en el relajo. Con amigas y amigos, con escuela o sin ella, las caguamas rolaban, también la mota, los barrilitos de mezcal adulterado y el aguardiente. Y le entraban macizo. Su padre andaba todo el día en la calle y no se daba cuenta. La mamá hacía como que no sabía, y cuando la situación se ponía muy ruda, con palabras cariñosas trataba de convencer a su hijita de que ese no era buen camino.
La chamaca era buena persona, fue una niña preciosa, dulce, cariñosa, amable, traviesa, llena de ilusiones. En cambio ahora, la vida perdía significado para ella, hasta tenía ganas de morirse, sí, de morirse. Luego ella misma se cuestionaba, ¿ya, tanto así, hasta como para pelar gallo? Y la respuesta era que sí, tanto así. Sentía que a su edad ya había valido gorro. Ahora era adicta, borracha, sin oficio ni beneficio, huevona, mal hablada, y a veces, hasta con muy malos y perversos pensamientos. No tenía futuro.
Para lograr su objetivo debía sobre todo convencer a su papá,  era el más reacio a que ella bailara. Aplicó cuanto método se le ocurrió, le hizo la barba, fue zalamera, cariñosa, pasó al llanto, al capricho, a los chantajes, a las amenazas. Nada ablandaba a ese hombre. El padre era un tipo desapegado de sus hijos, al menos los hechos así lo demostraban. Nunca los abrazaba, no hablaba con ellos más que para regañarlos, no los escuchaba.  Los anhelos de Victoria topaban siempre con pared. Por esa razón luego le venían pensamientos entre siniestros, malvados o suicidas. Después se sentía mal, pecadora, pero esos pensamientos ya estaban enraizados en ella, ya no se iban tan fácilmente, incluso, más bien parecía crecer, desarrollarse.
Y antes, los sueños de ella eran tan diáfanos, tan buenos, sólo quería verse bailando como una doncella entre las olas del mar, una criatura del océano. Si ya no se podía en la danza clásica, aunque fuera en la danza contemporánea o en el tahitiano, que también le gustaban mucho, pero la respuesta siempre era no, para qué, no hay dinero, de dónde quieres que saquemos si apenas nos alcanza para tragar. El padre era un oficinista que nunca  pudo escalar  plaza. Ya iba para los treinta años de servicio, y nunca logró pasar de perico-perro. La madre, una ama de casa bastante triste, siempre entre los trastes, la comida, la ropa para lavar y el autoritarismo patriarcal de su marido, el maltrato continuo. Era un tipo violento, si no se hacía lo que él quería entraba en unos ataques de ira tremendos, en donde todos eran hijos de la tostada, hijos de perra, esos eran sus insultos más suavecitos. La señora tenía que callarse sentimientos, opiniones, deseos, sueños. Sólo debía obedecer, decir sí a todo, darle gusto a su hombre, agachar la cabeza y reírse de los malos chistes que su marido contaba.
Por si fuera poco, el hombre era adicto y alcohólico. Se gastaba un buen varito en darse sus gustos. Ya andaba sobre el tostón pero todavía consumía y se embriaga, aparte de dárselas de galán conquistador. Sus vicios eran impostergables, ni como pensar en abandonarlos para que su hija estudiara danza. Además, chamaca huevona, ni se lo merecía, al rato se casaba y sería puro dinero tirado a la basura. ¿Bailar, para que al rato ande de pirujilla? Ese ambiente es nefasto. Mejor hay que se haga pato en la escuela, si reprueba o no entra es su problema,  tarde o temprano va a tener que trabajar en cualquier cosa, de chacha pa’rriba.
Era una relación muy contradictoria, porque a veces en sus noches de insomnio, ella se daba cuenta de que sí amaba a sus padres, a su padre, pero su corazón estaba endurecido, y lo sabía, estaba consciente, pero como una costra vieja sus sentimientos se volvieron de piedra y sentía que ya no podía hacer nada, ya no podía cambiar las cosas, ¿cómo?, ¿por dónde?, ¿de qué forma? Por eso pensaba en huir de su casa, era la decisión más correcta, antes de intentar algo más grave, pero ¿a dónde iría? No tenía un quinto, y cuando lo pensaba en serio el mundo se le hacía grande, grande, enorme. Era más fácil e inmediato embrutecerse y pasarla bien con sus amigas y amigos, buenas risas, fajes, chistes, alegría. Aunque al otro día, ya sin los efectos y aplastada por la cruda, toda la realidad volvía, con más peso, a sus pensamientos y a su vida.
Lo que le sucedía era en verdad triste, gris. Ella tenía una sonrisa tan bonita y unos ojos negros como la obsidiana, sus manos delicadas y suaves, piernas largas, fuertes, poderosas, pero se maltrataba mucho últimamente. No comía bien, no quería estar gorda con la esperanza de que finalmente la aceptasen en algún grupo de baile. Vomitaba lo que comía. Su angustiada madre escuchaba seguido las guácaras en el baño. Y le preguntaba a su hija qué sucedía, porqué hacía eso. Pero sólo recibía gritos, malos tratos, altanerías y desprecios. Victoria sabía que hacía mal al contestarle así a su mamá. Antes se arrepentía y ofrecía una disculpa, pero ahora era dura, seca, ya no se disculpaba, ya no sentía remordimientos. ¿Hasta dónde iba a llegar? ¿Dónde terminaría la danza infernal que ahora ejecutaba?
Su cabello ensortijado, negro noche, brillaba a la luz de la luna, pero sus ojos estaban apagados, quién sabe si por tanta droga,  por el alcohol, por la mala alimentación, de tanto llorar, o por todo junto. Quizá lo más cierto era porque su cuerpo no podía bailar, y porque dede siempre le faltaron amor, besos, abrazos y caricias. Estaba toda escuchimizada. Su corazón se había convertido en un témpano de hielo.
Victoria no bailaba más, estaba sentada toda mugrosa en un rincón de la calle, en unas escaleras, bebiendo un aguardiente corriente, mientras se escucha de fondo un reguetón vulgar. Todo su cuerpo se consumía embrutecido, pero, oh, milagro, sus pies estaban moviéndose, todavía algo  vivo en su alma aún  bailaba en medio de esa oscuridad. Arriba, en el cielo, la luz roja de Marte parpadeaba en espera del alba.


Alfonso Franco Tiscareño
Para Vitral, Suplemento Barroco. Diario de Querétaro
23 de agosto del 2018

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